En esta semana tuve la oportunidad de escuchar la narración que me hicieran los parientes de dos mujeres atendidas en el Hospital Darío Contreras víctimas de la violencia física infringida por sus parejas que las dejaron brutalmente desfiguradas y física y mentalmente destrozadas para el tiempo que les quede por vivir. Una, malograda a martillazos por el sujeto que la abandona cuando la da por muerta y la otra lesionada a machetazos… al son de la arenga «búscame a tus hermanos para también picártelos en pedacitos».

La noche anterior, un padre, con el rostro quemado lloraba amargamente al informar al reportero que el individuo lo engañó «porque vino en procura de mi hija y pasó a la habitación sin que nadie sospechara que le iba a prender fuego y cuando quise rescatarla ya era tarde, las llamas los consumían a los dos en un espectáculo dantesco».

Como pueblo, los dominicanos tenemos que revisarnos concienzudamente. El incremento de estos casos debe llamarnos a una reflexión seria sobre el deterioro que van sufriendo los valores esenciales que postulan el respeto a las leyes y al prójimo, que no es otra cosa que el poder que nos da la instrucción moral y cívica que propicia la convivencia pacífica cimentada en la educación.

Ante los acontecimientos suscitados, he recordado con unción y respeto a mi profesora de Literatura, Doña Carmita Henríquez y Carvajal, cuando en una de sus sabias orientaciones en las aulas del Instituto de Señorita Salomé Ureña de Henríquez, hizo una reflexión sobre el poder de la educación, compartiendo con nosotras la anécdota de

Licurgo, el político y orador ateniense discípulo de Platón, al que habían invitado a ofrecer una conferencia para tratar el tema de la educación.

El legendario legislador, al que se atribuye la redacción de la Constitución espartana, pidió un plazo de seis meses para prepararse, lo que dejó perplejos a todos, pues le atribuían capacidad para hablar en cualquier momento sobre el tema.

Transcurrido el tiempo solicitado, Licurgo compareció ante la Asamblea, se ubicó en la tribuna y luego entraron dos criados portando cuatro jaulas en las cuales habían dos liebres y dos perros. A la señal preestablecida uno de los criados abrió la puerta a una de las liebres que saltó azorada y luego el otro hizo lo mismo con el perro que la alcanzó y destrozó rápidamente en una escena dantesca que golpeó el corazón a todos los presentes que no lograban entender lo que el orador deseaba transmitir con tal agresión.

Licurgo no habló y dio la señal para liberar la otra liebre y a seguidas liberó el otro perro. El público expectante, que se cubrió los ojos para no volver a ver la muerte de la liebre indefensa cuando el perro la embistió al salir de la jaula, no salía de su estupor al percibir que en vez de destrozarla, la tocó con la pata, ella cayó, se irguió y para sorpresa de todos ambos animales mostraron una convivencia pacífica saltando y jugando de un lado para el otro.

Entonces, y solamente entonces, Licurgo habló:

» Señores, acabáis de asistir a una demostración de lo que puede la educación. Ambas liebres son hijas de la misma matriz. Fueron alimentadas igualmente y recibieron los mismos cuidados. Así, igualmente, los perros. La diferencia entre ellos reside, solamente, en la educación».

Y prosiguió vivamente su discurso, exponiendo las excelencias del proceso educativo:

«La educación, basada en una concepción exacta de la vida, transformaría la cara del mundo. Debemos educar a nuestro hijo, esclarecer su inteligencia pero, ante todo, debemos hablar a su corazón, enseñándole a despojarse de sus imperfecciones. Recordemos que la sabiduría por excelencia consiste en volvernos mejores».