Un diccionario es capaz de revelarnos algunas de las preocupaciones de la sociedad de la época en que fue creado. La publicación este año del Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba, un manuscrito elaborado por intelectuales de la vecina isla hace 190 años, es una cápsula de tiempo que nos permite asomarnos por una ventana de la historia a la Cuba de 1830.
El trascendental documento, que estuvo extraviado por casi dos siglos, ve la luz por vez primera gracias a la extensa investigación del doctor cubano Armando Chávez Rivera, profesor titular de la Universidad de Houston-Victoria y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua.
La editorial española Aduana Vieja, de Valencia, es la responsable de imprimir esta primera edición que recoge alrededor de un millar de voces, muchas de ellas en desuso y hasta olvidadas, que en 1831 habían sido compiladas por el presbítero y escritor Francisco Ruiz, el erudito José del Castillo, el científico José Estévez y Cantal, el escritor y crítico Domingo del Monte y el ingeniero Joaquín Santos Suárez.
Según Chávez Rivera, editor y autor de las notas al libro, el diccionario quedó inédito por las tensiones entre criollos liberales, como eran los autores, y los defensores del orden colonial. “Ese grupo de criollos liberales formaban parte de la Sociedad Económica Amigos del País a principios de 1830; ahí se estaba madurando ya el surgimiento de una literatura nacional”, señala el experto al referirse al marco histórico.
¿Qué motivó a esos cinco intelectuales a elaborar este diccionario?
Un diccionario es siempre un compendio de saberes que se intenta poner al servicio de la sociedad. En este caso, el afán del grupo de intelectuales habaneros que trabajaron en conjunto en el manuscrito era recoger los vocablos del español general que eran usados en Cuba con una nueva acepción. Al mismo tiempo tomaron nota de otras muchas palabras de diversa procedencia e incluso algunas que eran usadas con el mismo significado en España. El primer afán de esos habaneros era mostrar que existía una sociedad con características peculiares, tradiciones, costumbres, oficios y productos distintivos. El diccionario funcionaba como un espejo de esa sociedad y a la vez propiciaba que esta fuera entendida por viajeros o por lectores de otras latitudes. Hay que sumar una intención clave de ese grupo de intelectuales de La Habana de 1830: contribuir a corregir el uso de la lengua en la isla. Algunas palabras eran mal pronunciadas por sus coterráneos. Por tanto, el diccionario incluye un apéndice de voces “corrompidas”, como se les llamaba entonces. Junto a cada cual fue anotada la voz que era aceptada como correcta o “castiza” y la cual aparecía fijada en el diccionario de la Real Academia Española (RAE). En resumen, el manuscrito habanero revela dos intenciones paralelas: mostrar el léxico vigente en la colonia caribeña y corregir el habla de los habitantes.
¿De qué manera aparecen reflejados el paisaje y la riqueza natural de la isla de Cuba? ¿Qué tanto se parecían a las islas cercanas, como Santo Domingo?
El diccionario reúne un millar de palabras con sus correspondientes definiciones. Entre esas unidades léxicas abundan las referidas a la flora y la fauna. Algunos de esos árboles, de esas plantas y flores son comunes en el territorio insular caribeño y fueron conocidas desde el inicio mismo de la conquista española y han mantenido nombres de origen indoamericano. Muchos fragmentos del diccionario se detienen a elogiar los beneficios de las plantas, por su utilidad para la medicina, la alimentación de humanos y animales, así como por la calidad de las maderas, el sabor de las frutas y las cualidades específicas de los frutos, las hojas, semillas, cortezas y resinas. Sin dudas, el grupo de intelectuales que hizo la compilación sentía admiración por la naturaleza de su tierra de nacimiento.
La población caribeña se distingue por su espontaneidad y sentido del humor.
¿De qué manera se aprecia esto en los vocablos y sus definiciones?
En esa etapa de 1830, uno de los movimientos culturales y literarios que influía en la sociedad de Cuba era el neoclasicismo, con su preocupación distintiva por la corrección de costumbres de la sociedad y el perfeccionamiento moral del individuo. En el diccionario se critican conductas diversas, en ocasiones de modo cáustico y en otras con humor familiar. El aspecto físico era asunto decisivo en esa sociedad multiétnica y multirracial, con grupos luchando por su ascenso y otros sometidos a escasas o nulas posibilidades de una existencia mejor. Por consiguiente, se elogia la buena presencia física, distinción, juventud, estructura armónica y agraciada de brazos, piernas, torsos, rostros, orejas y dentaduras, así como el modo de caminar, comportarse, vestir y ataviarse. El alto y delgado es langaruto; el pequeño y obeso, patato o patatico; el flaco y débil, mancuenco; el de figura ridícula, pitiminí; el desmedrado y débil, matungo; el sujeto de “mezquina presencia” es monifato; y el de cuerpo poco desarrollado o raquítico es tildado de fruncido, patiseco o enjillado; estos últimos tres términos son aplicados también a frutos que no alcanzaron buen desarrollo. El semblante pálido y enfermizo es de hipato ‘jipato’ (también usado para quien “está repleto de comida”); el rostro dañado por la viruela se tilda de cacarañado o picarazado, y el jovero es quien tiene determinadas manchas en el cutis. Estos son algunos ejemplos, pues el diccionario incluye más términos de tono crítico y humorístico.
¿Quedaron rastros en el diccionario de la cultura indígena y tal vez de vocablos asociados a nuestros ancestros de esta zona del Caribe?
El pasado autóctono brota en alusiones a burén, canoa, paredes de caña y yagua, techos de guano, hamaca, barbacoa, vasijas de güira, cestas tejidas con hojas de palma, redes de pesca y hachas de pedernal. Hasta hoy persiste el uso de batey, incluido en el diccionario, para designar cierta agrupación de viviendas en zonas rurales de Cuba. En el manuscrito no se mantuvo siempre el procedimiento de distinguir los vocablos de procedencia indoamericana, pero esta se dejó saber en ocasiones mediante comentarios o abreviaturas. Entre los alimentos comunes en la isla en el siglo XIX sobresalían varios que habían sido consumidos por los indígenas, como la yuca, fundamental en varios platos y a partir de la cual se prepara el casabe. Ya que la yuca puede ser conservada por largo tiempo, al igual que el maíz, fue uno de los alimentos más habituales entre los primeros colonos e incluso fue exportada a Europa. Asimismo, el maíz era degustado en platos y postres diversos. En el diccionario figuran diversas huellas indígenas en cuanto al consumo de pescados y crustáceos, así como al uso de la bija para teñir, el aceite de la higuereta para purgar, los bejucos para amarrar paquetes y cargamentos, y el tabaco para fines rituales, medicinales y lúdicos.
¿De qué manera verificó la originalidad del documento? ¿Pudo hacer cotejos de fragmentos con otros documentos o fuentes que confirmaran su autenticidad?
El manuscrito fue enviado a París en 1845 y allí fue consultado por el respetado filólogo y lexicógrafo Vicente Salvá, quien por entonces preparaba una versión aumentada y corregida del Diccionario de la lengua castellana publicado por la RAE en 1843. Salvá presentó su Nuevo diccionario de la lengua castellana en 1846, el cual es una versión muy enriquecida del diccionario académico y en el cual insertó muchos americanismos. En ese diccionario esparció palabras, frases y locuciones copiadas del manuscrito hecho en La Habana en 1831. Esas coincidencias me resultaron fundamentales para verificar la autenticidad de los folios inéditos; además, me apoyé en otros documentos, como cartas intercambiadas por intelectuales de esa época.
Los diccionarios suelen ser obras que se distinguen por su supuesta objetividad y tono expositivo neutral, directo y claro. ¿Lograron eso los intelectuales que trabajaron en ese proyecto hace casi dos siglos?
Algunos artículos del diccionario incorporan detalles que acentúan la nota subjetiva y van más allá de lo requerido para una definición. De ahí que se describan las bibijaguas por su “voracidad”, la cuaba como madera que da una “luz hermosa” para “viajar en noches oscuras”, y el “muy intrépido” pitirre que ataca “con denuedo” a aves de rapiña de mayor tamaño. La subjetividad alcanza su mayor altura al mencionarse al “muy inocente” catigüe ‘catibo’ y en los elogios al plumaje del carpintero real, las hojas aterciopeladas y tornasoladas del caimito, los “mil lindos colibríes”, y la frondosidad de la majestuosa ceiba, a la cual se propone proclamar “rey de las selvas”. Al llegar a la peorrera se afirma que es uno de los pájaros más bellos de la isla y se escribe “nuestra” Isla de Cuba, pero la palabra fue tachada, como si el redactor hubiese sentido que entraba en un terreno político conflictivo, en el tenso y polarizado contexto de gestación del texto en La Habana de 1830, bajo el poder colonial español.
¿Cuáles son los retos de trabajar con manuscritos?
Es una labor que exige gran esfuerzo. Los documentos se encuentran en colecciones bajo estrictas medidas de protección; por tanto, hay que ajustar muy bien las citas y jornadas de trabajo. Algunas instituciones no permiten que se tomen fotografías y, por ende, hay que hacer copias a mano en la sala de lectura, con los consiguientes riesgos de introducir errores. A todo esto, es preciso sumar el estado en que suelen encontrarse muchos manuscritos: cambio de coloración del papel, tinta corrida, mutilaciones, tachones y palabras o fragmentos ilegibles. Es un gran esfuerzo en todo sentido y, además, se corre el riesgo de no estar descubriendo nada novedoso. Es como buscar pepitas de oro en el lecho de un río: es un trabajo esforzado y sin garantías absolutas de éxito.
Usted trabajó durante mucho tiempo en ese proyecto. ¿Por qué se decidió a publicarlo a inicios de 2021? ¿Hubo algún motivo especial para entregarlo a imprenta luego de tantos años?
Trabajé durante muchos años en lograr una edición esmerada, que fuera de fácil consulta para los lectores. En 2020 me decidí a publicar la obra porque hay otros documentos importantes de la etapa colonial cubana y caribeña que están esperando por mí. Es hora de que me ocupe de otros folios, que son tan curiosos, atractivos e importantes como los recién publicados. Al mismo tiempo, son documentos que tienen una historia novelesca por las condiciones en que fueron preparados y los azares que influyeron en que todavía hoy permanezcan inéditos, cuando han pasado dos siglos. O sea, decidí publicar el diccionario porque necesito ocuparme de modo urgente de otros proyectos igualmente fascinantes.
Adrian R. Morales
Editor de contenido
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