La verde Erin es tierra mágica por antonomasia. Toda la costa este de Estados Unidos tiene raíces familiares en esta isla del Mar del Norte que ha vivido desde siempre en agitación, tanto política como cultural, y que ha dado al mundo algunos de sus tesoros culturales más preciados: James Joyce, Oscar Wilde, U2, Thin Lizzy o la cerveza Guinness son algunos de ellos.
La capital irlandesa, Dublín, es hoy una ciudad eminentemente turística que garantiza la diversión al paseante, desde la popular zona de Temple Bar a la avenida O’Connell (con el Spire, una de las esculturas más altas del mundo, de 119 metros), el céntrico parque Stephen Green, el Leprechaun Museum (la casa del arquetípico duendecillo), el cementerio nacional de Glasnevin (donde está enterrado el líder de la revolución antibritánica Michael Collins), la estatua de Molly Malone o los puentes del río Liffey, entre los cuales destaca el del Medio Penique.
El resto del país ofrece imágenes mil y una veces evocadas en el cine y la literatura; pequeños y coquetos castillos, parcelas ganaderas de increíble verdor separadas por muros de piedra y pequeñas aldeas entre las que serpean grandes autovías.
Los acantilados de Moher, cerca de Galway (la tercera ciudad en importancia del país, tras Dublín y Cork), son la foto paradigmática de Irlanda; paredes verticales de 200 metros de altura sobre el mar, llenas de cuervos y gaviotas, siempre llenas de turistas ávidos de recrear al gran John Wayne en
‘The Quiet Man’.
Paddywagon Tours es la líder del mercado local en excursiones de uno o varios días. La compañía, que efectúa sus salidas desde la avenida O’Connell, cuenta con guías españoles que facilitan la comprensión del entorno a los que no dominan la lengua inglesa, que en su deriva irlandesa es más compleja (aunque muy musical) debido al acento cortante de los lugareños.
Hablando de música, es un elemento connatural al carácter irlandés. Es casi imposible recorrer un establecimiento de servicios, ya sea tienda, hotel o pub, sin escuchar dos himnos oficiosos de Irlanda: ‘Whiskey in the Jar’ y ‘Molly Malone’, en mil y una versiones que van desde la gaélica –es idioma oficial– a la metalera. En cada pub hay una esquina para el artista, normalmente provisto de guitarra, que va desgranando clásicos populares y canciones de éxito con una solvencia admirable. Parece que no hay malos cantantes en Irlanda, incluidos los callejeros; la película ‘Once’ (2007), con Glen Hansard y Markéta Irglová, es una gran piedra de toque para conocer la parte entrañable (y la triste también) de este gremio.
Dublín tiene muchas paradas dignas de mención. La estatua de Phil Lynott, el líder de Thin Lizzy, es obligatoria para los amantes del rock. La de Molly Malone, personaje ficticio que retrata a una pescatera luchadora que por las noches se dedicaba al oficio más antiguo del mundo, también está siempre llena de turistas. Se dice que tocar los pechos de la estatua garantiza el regreso a Dublín, una tradición de punto amargo (como la vida de la propia Molly) que cumplen religiosamente los turistas.
En cuanto al castillo, está en el mismo centro de la ciudad, junto al Museo Nacional y el Ayuntamiento, y mantiene su imponente estructura a la perfección. Entre los muchos parques de la ciudad destaca el céntrico Stephen Green; no es el más grande, pero sí el más bonito, con un gran lago central y múltiples estatuas. Allí se juntan estudiantes con ejecutivos, turistas con pintores…, todo en perfecta quietud.
Guinness hasta en el desayuno
No se pueden marchar de Irlanda sin probar la Guinness. Allí sabe distinta, dicen los irlandeses y también los turistas avezados, y en la comparación gana la irlandesa. Además, tirarla del barril al vaso es todo un ritual que los camareros irlandeses cuidan con mimo, sin prisa. En cuanto al whiskey (con ‘e’: whisky alude al escocés) es imprescindible beberlo solo, con un hielo; entra tan fácilmente que hay que tener cuidado con el abuso. La Guinness sirve para cualquier momento del día, incluso en el desayuno; es típico ver grupos de veteranos, ellos y ellas, acompañando las judías y los huevos con una buena pinta. Pero tampoco hay que obcecarse con la cerveza negra; la roja, otro clásico de los pubs, es igualmente apetecible.
El broche final a este repaso de las bondades irlandesas es el carácter local; son tan afables como se dice, nunca hacen ascos a una buena fiesta y la voz de Bono les emociona al instante. Vayan, y escriban su propio guion.n