Es los últimos años el Centro Histórico de Santo Domingo (CHSD) ha devenido en una sublime atracción para nacionales y extranjeros. Cuando en los setenta se comenzó a restaurar sus monumentos históricos se perseguía rescatar una herencia patrimonial que contribuyó a forjar la identidad nacional.
Pero desde entonces ha existido también un afán por atraer el turismo foráneo para aprovechar los beneficios económicos a su visita. Lo que nadie ha explicado es por qué hoy el CHSD se ha convertido en un subyugante destino para las clases medias capitalinas.
No es que el recinto califique como un habitáculo idílico donde impera el bien y deslumbra la belleza. Las alhajas de la bondad no pueden estar todas contenidas en un solo lugar. El recinto ciertamente exhibe algunos de esos rasgos, pero de ahí a emular a Camelot hay una gran distancia. Si bien los monumentos y museos interesarían a cualquier mortal, los males seculares del entorno (inseguridad, basura, ruidos, “mansa anarquía”) podrían también apabullar. Aun así, son muchos los nacionales que se inclinan a tenerlo como una referencia escapista para vencer el tedio y aturdimiento cotidiano.
No fue Balaguer el primero que sucumbió a sus divinos encantos. Aunque su Guía emocional de la ciudad romántica (1944) resaltó su embrujo con sus referencias a las mujeres, las flores y los cantares, la evocación fue más de los anhelos románticos que dicho recinto generaría en el autor. En ese libro el significado y la importancia de los rasgos históricos son secundarios en tanto esculpen una dominicanidad hispanófila y religiosa, sin referencia a las otras etnias y colectivos que lo poblaron en la época prehispánica y la colonial. Su texto también soslaya los vestigios republicanos que lo adornan. En consecuencia, la limitación del enfoque no permite usarlo para una explicación holística.
¿Qué imanta a la clase media capitalina al CHSD los fines de semana y los días feriados? ¿Es solo por la concentración de buenos restaurantes y bares? No sería para disfrutar de sus parques ni para deambular por sus calles. Si bien es cierto que en lugares como la Plaza España y el Parque Duarte se divisan algunos miembros de ese segmento de la población, la mayoría de los visitantes no se concentran ahí. Lo mismo pasa con la visita a las calles más emblemáticas. Habría entonces que especular acerca de las verdaderas razones del hechizo.
Hay por lo menos cuatro hipótesis. La primera la ofreció un profesor dominicano de Sociología, actualmente residente en Dallas, Texas, ante mi extrañeza de que a mí mismo me gustara tanto ese mágico entorno. Muy conocedor de la psicología freudiana, el amigo especuló que, al tener el recinto los vestigios del pasado colonial y de otras épocas, la fascinación se debía a un deseo de aferrarme al pasado como forma de sentir seguridad ante la hojarasca pasajera de la vida. (Freud enseñó que el pasado es la clave del presente en relación con la conducta humana). Como no me considero una persona insegura, no me convenció del todo esa explicación ni creo que aplique en general.
Una segunda hipótesis tendría que ver con la inclinación de los seres humanos a hundirnos en nostalgia en un momento u otro. En este caso no se busca seguridad sino rememorar los buenos tiempos del pasado que nos provocaron alegría. (Pocos son los que sienten nostalgia por los episodios dolorosos). Pero las clases medias no necesariamente tendrían recuerdos de algo que les haya sucedido ahí o de lo cual hayan sido testigos porque no vivieron en el recinto.
Lo que más puede argumentarse para favorecer esta tesis es que los dominicanos tenemos un imaginario preñado de imágenes difusas sobre lo que fue el pasado colonial. Para querer evocarlo, sin embargo, asumiríamos erróneamente que todos los tiempos pasados del CHSD fueron rosados. Y eso no fue así. Hubo tiempos de mucha miseria y desamparo, de guerras y migraciones forzadas.
La tercera hipótesis es que el CHSD representa un entorno cálido y acogedor para el visitante. Sus angostas calles, la contigüidad de las viviendas –sin parecer hacinamiento–, la limitada altura de los edificios y los espacios libres para disfrutar el dolce far niente configuran un entorno que arrulla y enternece al visitante, lo cual provoca efluvios de fraternidad hacia sus residentes. La “humanidad” del entorno contrasta con la frialdad e impersonalidad de los demás entornos citadinos, algunos de los cuales apestan o causan tristeza. Pero debido a que el apiñamiento de Villa Francisca y Capotillo resultan también cálidos ambientes, no es posible comprar sin tapujos la tesis del perfecto y amigable entorno.
Hoy el CHSD no se parece a cuando la calle El Conde estaba flanqueada por árboles de pino y las calles eran anchas y despejadas. Lo que sí se puede afirmar sobre él es que representa un entorno tan único y diferente que ejerce un agradable sortilegio de ensoñación que difumina sus encantos en todas direcciones. El visitante se siente transportado hacia un mundo raro y fascinante, lleno de leyendas y personajes históricos desconocidos. Es esa diferencia lo que atrae a jóvenes y viejos, gente de clase media y extranjeros. Pero hay muchos lugares en la ciudad que podrían rivalizar en cuanto a ser únicos y diferentes y por eso esta hipótesis cojea tanto como las anteriores.
En el CHSD el misterio de su poder de atracción se ha vuelto místico. Habrá que hacer un concurso de ensayos para examinar las múltiples explicaciones que esto pueda tener. Mientras tanto, seguiremos envueltos en sus nimbos de plata y en su aureola de un lugar donde podríamos recibir un flechazo amoroso de gran intensidad.
Juan Lladó
Periodista / Consultor Turístico