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Muchos turistas que llegan a otra ciudad desean hacer uso de todos los medios de transporte a su alcance para conocer de primera mano el destino. A diferencia de las «guaguas» (buses) y el metro, donde el viajero es uno más entre esa masa de pueblo, el taxi propone una dinámica diferente.

 

Subirse a un taxi es entrar al micromundo de un personaje que lo mismo te habla del clima, de su equipo favorito de béisbol, los precios de la gasolina o de política. Están los que te narran sus tribulaciones: «Yo ‘taxiaba’ en Nueva York, pero la vaina se puso dura y regresé…» No faltan los que tienen el tacto suficiente de dejar que el silencio reine cuando notan que el pasajero prefiere la soledad de sus pensamientos.

Rosarios, crucifijos, estampas de vírgenes, pegatinas de su partido político y fotos de seres queridos saltan a la vista y muchas veces delatan sensibilidades de un hombre de familia, preocupado porque le rinda el dinero ganado para proveer a sus hijos y esposa de un estilo de vida más holgado.

En cualquiera de los casos, un buen taxista que preste servicios turísticos, ya sea de una empresa privada o de un hotel, se caracterizará por la amabilidad ante todo y deberá tener un conocimiento aceptable de la cultura local, de manera que pueda responder a las inquietudes y preguntas de los extranjeros.

En varios países de la región los taxistas se enrolan en programas de capacitación, lo cual se traduce en mejor calidad del servicio y contribuye a aumentar el prestigio del destino. Los temas que abordan los cursos les permiten a los taxistas del sector turismo manejar conflictos, modificar actitudes y desarrollar aptitudes, ser mejores personas para ser mejores prestadores de servicios, diferenciar los diferentes tipos de turistas y entender la importancia de tener una cultura general del destino.