Bernardino Meneses y Bracamonte, gobernador de La Española y Conde de Peñalba, podría estarse revolcando en su tumba porque los actuales aprestos para darle una nueva fisonomía a la calle El Conde, bautizada en su honor por su derrota de la invasión en 1655 de los ingleses Penn y Venables, deberán cambiar las cosas. Las intervenciones de esa vía no deben quedarse en el remozamiento de fachadas y del mobiliario urbano, sino usarse principalmente para proyectar más fielmente nuestra raigambre histórica. Y eso requeriría un cambio de nombre.

La razón de esto último no es que la otrora Calle del Clavijo constituya el espinazo de la Ciudad Colonial de Santo Domingo. Es que, convertida en paseo peatonal en 1987, y adoquinada en el 1990, la calle tiene mayor trascendencia histórica que todas las demás en ese patrimonial recinto. Para comenzar, donde está la principal puerta de la ciudad amurallada se derrotó a los ingleses invasores, por lo cual se le bautizó como Puerta del Conde. Pero la calle también acoge la primera catedral, el primer palacio de gobierno republicano y el primer ayuntamiento, además de haber sido la sede del Gobierno Constitucionalista de 1965. Todo esto le otorga un rango histórico de primer orden. Ese abolengo y los usos y costumbres posteriores asociados a ella la convierten en la más emblemática de la Ciudad Primada de América.

Ahora el “Programa de Fomento al Turismo”, un proyecto de remodelación y revitalización de la Ciudad Colonial que maneja el Ministerio de Turismo y financia el BID, intervendrá la calle El Conde para realzar su esplendor y adecuarla a los usos turísticos. El trabajo se ha comenzado con profesionalidad, habiéndose elaborado el documento de planificación estratégica “El Conde: espacio de oportunidad y turismo en la Ciudad Colonial”. Lamentablemente, los escenarios ahí visualizados no hacen justicia a los reclamos por una mejor representación histórica.

Para el 2015/20 el “Escenario deseado” lee así: “El Conde es la principal calle comercial de la Ciudad Colonial, la peatonal más dinámica de Santo Domingo y la zona de compras por excelencia de todos los destinos turísticos dominicanos. Ha recuperado su esplendor y se ha posicionado en el mercado local a partir de una oferta orientada hacia el turismo interno e internacional.” Además, “El Conde presenta un espacio público saneado, con servicios públicos que funcionan, con seguridad garantizada por un sistema de monitoreo por cámaras, por la iluminación 24 horas y por la presencia de un cuerpo de seguridad especializado.”

Obviamente, lo anterior no identifica los fines específicos de las intervenciones. Y aunque se ha comenzado a consultar a los actores, todavía no se tiene una idea concreta de lo que se buscará con ellas. A cualquier observador, sin embargo, le sería posible predecir, partiendo de lo que se ha dicho públicamente, que las intervenciones serán las convencionales. Es decir, se acondicionará el paseo peatonal, se mejorará la iluminación, la seguridad, las alcantarillas y recolectores de basuras (zafacones). Es posible también que se trabajen algunas fachadas de edificios emblemáticos, por ser los primeros en el país fabricados de hormigón y tener ascensores.

Pero ese menú de intervenciones resultaría grosero frente a lo que es deseable. El concepto fundamental de la reestructuración debería transformar a El Conde en el epicentro de la experiencia del turista visitante y en una vibrante colmena de habitantes urbanos. Esto implica tener que crear una arteria que concentre las atracciones prácticas de la Ciudad Colonial, dejando por fuera a muchas otras que por su naturaleza o ubicación no puedan ser parte del conglomerado visualizado. También implica tener la representatividad histórica como la determinante principal de los contenidos.

En este último sentido, un primer cambio justiciero sería precisamente rebautizarla con el nombre de Paseo Catalina para honrar a la cacica que recibió a los españoles que fundaron la ciudad de Santo Domingo. Catalina no era “el hada madrina del paraíso” ni una hermosa “portera del parnaso taíno”. Pero cuentan los cronistas que el soldado aragonés Miguel Díaz se amancebó con ella y los dos refrendaron, a petición del gobernador Nicolás de Ovando, el traslado de la ciudad a la margen occidental del río Ozama. Por eso algunos han extrapolado que Santo Domingo nació de una historia de amor que insufla virginal esperanza a sus habitantes.

La justificación del cambio de nombre, sin embargo, no es esa. Es más bien que la actual configuración de la Ciudad Colonial ignora, casi totalmente, la presencia del indígena en ese sitio a la llegada de los conquistadores. (Solo al pie de la estatua de Colón ubicada, en el parque que lleva su nombre, se encuentra una representación indígena en la forma de una Anacaona genuflexa.) Lo que sobreabunda son los vestigios de los dos poderes vencedores: la corona española y la Iglesia católica. Es patentemente injusto que, en la “Cuna de América” donde se dio el “encuentro de dos mundos” y Montesinos demandó respeto por los derechos humanos de los indígenas, no se proyecte también la existencia del indígena en toda su esplendorosa inocencia.

Con el cambio de nombre deben sobrevenir importantes redefiniciones. Ya un prominente arquitecto, Kalil Michel, sentenció que deberá cambiarse “la visión de gestión de este espacio, migrando de un tradicional manejo del patrón físico de la era industrial a la implementación de un nuevo patrón funcional de la era digital.” Esto implica que “una renovación sostenible de este espacio, no se logra solo cambiando el piso y restaurando las fachadas que lo definen, sino cambiando radicalmente la forma en que la sociedad contemporánea hace comercio y vida por esa vía.” Para Michel las proyectadas intervenciones deben propiciar “la reinvención urbana del lugar y convertirlo en un polo dinámico.”

Con tan autorizada licencia vale la pena dibujar aquí, aunque sea solo con ánimo provocador, un escenario cuasi revolucionario de un futuro Paseo Catalina. El mismo podría comenzar con una declaratoria de utilidad pública por parte del Estado de todos los edificios ubicados en la histórica arteria para reconvertir sus usos y hacerlos más compatibles con su vocación turística. Así se sacarían todos los comercios convencionales que hoy existen allí para trasladarlos a la Avenida Mella, logrando así revitalizar esta última. Paseo Catalina concentraría entonces un enjambre de actividades turísticas. 

Ese enjambre estaría compuesto de tres principales tipos de establecimientos. El tramo que va desde las escalinatas del este hasta la Calle Duarte sería dedicado exclusivamente a restaurantes, concentrando todos los que hay hoy en la Plaza España y otros puntos de Ciudad Colonial. El siguiente tramo, comprendido entre las calles Duarte y Sánchez, albergaría todas las tiendas de regalo existentes (incluyendo las de la Arzobispo Meriño e Isabel La Católica). El tramo siguiente, hasta la Palo Hincado, se dedicaría a concentrar los 16 museos existentes en la zona, haciendo espacio para que la parte indígena del Museo del Hombre Dominicano también se mude a ese sitio. Ambos de la calle serían ajardinados y volverían los árboles decorativos que existieron en el pasado.

Tal reorganización garantizaría que la calle esté siempre llena de turistas. Pero para que estos se mezclen con los nativos, todos los demás pisos de los edificios serían reconfigurados como dormitorios para estudiantes de la UASD de ambos sexos. Eso le daría un especial candor a la interacción del extranjero con el nacional, exponiendo al primero al fragor de nuestra juventud y empapando a esta con aires cosmopolitas. Después de todo, unos son hijos de Catalina y otros son parientes de Miguel Díaz. No sorprendería si se reviven y multiplican las historias de amor entre ambos bandos y renace así y permanentemente la esperanza.

 

Juan LladoPor Juan Lladó
Periodista / Consultor turístico
j.llado@claro.net.do